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El médico Eduardo Martínez Alonso salvó a cientos de judíos,
en la Segunda Guerra Mundial, evacuándolos por Portugal. |
Nikkita
Eduardo Martínez Alonso (Lalo), hijo de emigrantes (madre cubana y padre uruguayo, ambos descendientes de emigrantes gallegos con dinero), nació en Vigo el 23 de mayo de 1.903. Durante la
Guerra Civil, consiguió participar indistintamente en los dos bandos, como médico de campaña al servicio de la
Cruz Roja, y salir indemne. Acabada le guerra, decidió olvidar y vivir.
Según Patricia, su hija, en “
La Clave Embassy”: “
En el desbarajuste posbélico, la mejor seña de identidad era la clasificación social, y él encajaba fácilmente en esa España conservadora y extremadamente clasista de la posguerra. Porque Lalo era un señorito. Mal que bien, se podría definir como un burgués que ejercía la medicina en Madrid sin vínculos dudosos con las izquierdas o la Segunda República”.
Así que regresó a su profesión, a sus obligaciones médicas entre Madrid y Vigo, al tiempo que disfrutaba de una frívola vida social, pero solo en apariencia, como sus visitas a
Embassy, un selecto salón de té, en el Paseo de la Castellana de Madrid, que era el punto de reunión de la sociedad más chic, pero también, lugar de encuentro de agentes y colaboradores secretos de los servicios de inteligencia británicos,
una tapadera.
Eduardo se desenvolvía igual de bien con el español que con el inglés, por los destinos de su padre como cónsul general de Uruguay en Glasgow y Liverpool.
En 1.939, se ofreció
voluntario ante el agregado militar de la embajada británica, el brigadier Torr, para colaborar con Gran Bretaña, pero le pidieron que se quedara en Madrid para ayudarles desde allí, y así lo hizo, trabajando como
médico de la embajada británica en Madrid desde entonces.
Como agente secreto, según documentos desclasificados de la inteligencia británica,
ayudó in situ a 365 refugiados polacos retenidos en Miranda de Ebro.
Lalo, como médico de la Embajada,
acudía los fines de semana al campo de concentración de Miranda de Ebro (Burgos), para comprobar el estado de salud de los refugiados que habían llegado de Europa, llevarles, ropa, comida, tabaco, etc. Y para liberarlos,
expedía informes médicos con afecciones graves, y recomendaba a las autoridades españolas que los evacuaran, por razones humanitarias o para evitar contagios.
El funcionamiento de la tapadera de Embassy, según su hija en La Clave Embassy, era: “acompañado por cualquiera del grupo (de rescate), el refugiado podía llegar a horas intempestivas, procedente de Miranda de Ebro o de los enlaces concertados., hasta el portal…
Margarita Taylor (dueña del establecimiento), lo acogía amistosamente en su casa, encima del local. Bajaban por la escalera común desde el segundo piso, conectada con la cocina de Embassy, y lo despedía con un “
God bless you” (que Dios te bendiga).
Desde allí, alguien lo llevaba hasta un “grupo de amigos”, colocado estratégicamente entre el público, y en el momento indicado, el refugiado
salía como un cliente más, y era metido en un coche con matrícula diplomática, camino de la frontera.”
En 1.942, poco antes de su boda, durante una cena con unos amigos británicos, Lalo le contó a su novia,
Ramona de Vicente (Moncha) que en el coche, con matrícula diplomática, tenían escondidos a dos judíos que esa misma noche iban a
pasar ilegalmente a Portugal. Le dijo: “
fíjate en la valija de mano de la que no se separa Elisabeth (la amiga) ni un momento. Lleva una documentación altamente secreta (…).” Ella no pidió explicaciones, asombrada por el mundo en el que se movía su novio, y en el que ella se iba a involucrar cuando se casara, dos días después.
Nada más casarse tuvieron que huir de España, porque l
a Gestapo le pisaba los talones, y la luna de miel en Lisboa, encubrió el verdadero destino: Londres.
Moncha estando sola en Londres, ya que su marido se había ido a un destino desconocido para ella, para ser entrenado por el
Ministerio de la Guerra Británico, sin conocer el idioma ni qué estaba pasando,
recibe un número de teléfono y una contraseña que ha de memorizar en inglés: 055A, por si pasa algo extraño.
Un mes más tarde, Eduardo regresa sin que ella haya tenido que usar el número de teléfono ni la contraseña, pero la recordará toda su vida (“ou, faiv, faiv, ei”).
Eduardo, desde Londres, siguió
colaborando con las redes clandestinas, supervisando lo que estaba ocurriendo en España hasta el final de la contienda mundial.
Acabada la guerra, los Martínez de Vicente regresaron, con su hija, recién nacida, a Madrid, a su “vida frívola”. Él siguió siendo
médico de la Cruz Roja, hasta el día que murió, en 1.972, y jamás habló de su “otra vida”.
Moncha le sobrevivió 33 años, y siguió negando que él hubiera trabajado para el Servicio Secreto británico, por lo que no llegó a ver el comunicado que l
a embajada en Madrid envió en 1.942 al MI5, ante la inminente llegada de la pareja a Londres, desclasificado en 2.005: “
ha sido nuestro principal agente del SOE (Special Operations Executive) al ayudarnos con los rescates desde fuera y a través de España, y por lo tanto sugiero que siga asesorándonos”.
En 1.986, mientras se desmantelaba el piso madrileño en el que la familia había vivido más de 40 años,
Patricia Martínez de Vicente, la única hija del matrimonio, encontró por casualidad un misterioso diario en el que, en relieve, ponía en la portada “1.942”, escrito en inglés por su padre cuando vivían en Londres (1.942-1.946), y a partir de ahí, s
e propone reconstruir la participación de su padre en la evacuación hacia Portugal y Gibraltar de miles de refugiados europeos que huían del nazismo a través de una España germanófila.
Antropóloga social, se volcó en descubrir qué significaban las breves anotaciones del diario, escritas el año que sus padres se casaron y se fueron a Inglaterra, algunas crípticas y misteriosas frases como: “s
in noticias todavía de 055A”, y cómo encajaban en el Londres atosigado por bombardeos los nombres de compañeros y amigos, diplomáticos británicos, que ella siempre había identificado con su vida en España.
Con su padre ya fallecido, acudió a la fuente más cercana, su madre. Según Patricia:
“cuando aquel escueto diario cayó en mis manos, yo sospechaba que mi padre era un agente secreto, o casi. Sin embargo, en casa aquella palabra se convirtió en impronunciable. Yo le preguntaba a mi madre, y ella espetaba: ¡qué va a ser un agente, pero de qué estás hablando!, ¡Cómo se te ocurre!, ¡Ni hablar, ni hablar!, me decía horrorizada. Nunca lo reconoció. ¿Qué si ella supo de qué iba todo aquello?, yo creo que sí y que se lo llevo, como mi padre, a la tumba”.
“Hasta donde llega mi memoria, recuerdo que siempre tuve la sospecha infantil de que en mi casa entraban y salían, como Perico por su casa, agentes secretos. Ya me lo imaginaba a los 7 años. El diario fue el detonante y el que me llevó a preguntarle a mi madre ¿por qué se fueron a Londres, a una ciudad en guerra?, ¿quién era esa gente que aparecía por nuestro hogar en Madrid?”, y su madre le respondía: “pues, hija, para que tu padre pudiera hacer la especialidad en cirugía torácica. ¡Ay, chica, yo que sé!. Eso, tu padre, que yo entonces no hablaba ingles. Sobre la gente que venía a casa, pues amigos y pacientes de tu padre, como vivíamos frente a la embajada británica…”
Y decidida a descubrir la verdad, en el año 2.000, Patricia se va a vivir con su madre, y con los recuerdos de ésta, de su antigua niñera, y de otros miembros de la familia y conocidos, junto a una exhaustiva investigación de archivos españoles e ingleses, empieza a darle forma y contenido a la clandestina vida de su progenitor.
Con testimonios y documentos inéditos, Patricia descubre cómo Eduardo Martínez Alonso fue uno de los principales organizadores de las redes de evasión humanitaria, supervisadas por el Servicio Secreto británico, y cómo ideó una ruta de evacuación clandestina a Portugal desde el campo de concentración de Miranda de Ebro (Burgos), prisión en la que las autoridades franquistas retenían, además de a prisioneros de la Guerra Civil, a cientos de refugiados británicos, canadienses, indocumentados, apátridas y judíos, que habían traspasado los Pirineos.
Estas rutas clandestinas fueron vitales hasta 1.945. Según un informe de la Cruz Roja Británica, de 1.949, a partir de 1.942 llegaban a España unos 200 refugiados diarios, que las autoridades españolas recluían en prisiones. De ellas, salían clandestinamente a la semana unos 500.
Los métodos de escapada eran varios. Según Patricia: “a veces, mi padre se llevaba a alguno de estos refugiados a su piso de soltero de Madrid. Pero sobre todo a La Portela, la casa que la familia tenía en Redondela (Pontevedra) con acceso directo a la playa. Mi abuela le comentaba a mi padre: “estos amigos, que callados son”. Y él le explicaba que, como venían de la guerra, estaban muy afectados”. Horas después, los amigos silenciosos habían desaparecido
La cooperación de todas estas personas se basaba en las relaciones personales. Según Patricia: “confiaban en el compañero, en el amigo, en el “o me ayudas tú o no tengo otra solución”. Y funcionó con mi padre, con los contrabandistas que recogían a sus refugiados y los llevaban hasta sus domas, y hasta con la cocinera de La Portela, a la que mi padre le explicó que eran personas a las que iban a matar”.
Toda la historia de su padre, la reconstruyó y explica en “La Clave Embassy”, publicado por la Esfera de los Libros el pasado 9 de febrero.